Don Diego salió muy temprano de su casa y en el trayecto, casi frente a la panadería de uno de sus yernos, se le cruzó un gato negro muy flaco y de aspecto enfermizo lo cual no es frecuente en estos animales debido a la historia que todos conocen sobre sus siete vidas y de su espíritu independiente para sobrevivir en diferentes circunstancias.
Don Diego había cumplido, justo hace siete días, los 70 años y se le veía algo fuerte y tranquilo, sobre todo, hoy siete de agosto que era un día especial para él. Miró su reloj Seiko, dorado y sin brillo, que lo había acompañado casi toda la vida: eran las siete de la mañana y siete minutos; no se podría saber cuántos segundos habían transcurrido porque lo único que no funcionaba en aquel reloj era el segundero.
Se dirigía al Hospital de La Virgen de Fátima, pues recibiría su informe de salud debido a unos dolores que últimamente había sentido en la base de la garganta. Don Diego sabía que cuando se tiene 70 años, las enfermedades ya no son pasajeras, sino todo lo contrario, te matan o te acompañan varios años.
Miró nuevamente su viejo reloj e inmediatamente volteó para ver al gato negro, pero éste ya no estaba, parecía que nunca había estado. A pesar de que siempre había dicho que no creía en supercherías como pasar por debajo de una escalera, de no recibir nunca un cuchillo de manos de alguien o levantarse con el pie izquierdo, esta vez la imagen del gato flacuchento le ocasionó algo de angustia.
Don Diego quiso regresar a casa y decirle a Doña Rosita, su eterna compañera y madre de sus siete hijos, que aún no estaban los resultados médicos y que lo habían citado para el siguiente lunes. Quiso creer que todos le creían, pero de pronto se sintió peor que al comienzo porque siempre había detestado las mentiras y decidió ir, de todas maneras, a recoger sus resultados.
Suspiró profundamente al llegar al Hospital de La Virgen de Fátima y se dirigió al consultorio del doctor Meneses que se encontraba al final del pasadizo del segundo piso. Suspiró nuevamente, pero esta vez se dio cuenta de su respiración y comprendió que tenía miedo. La imagen del gato negro se cruzó por su mente y volvió a aparecer una y otra vez. Don Diego pronunció en silencio unas palabras e ingresó al consultorio. La enfermera lo reconoció y lo comunicó con el doctor Meneses.
Afuera la gente caminaba ligeramente como queriendo escapar de la llovizna, nadie tenía las ganas de voltear la cabeza y ver cómo la vida transcurría esa mañana. Don Diego había leído el informe médico y su salud se encontraba en perfectas condiciones; no había nada por qué preocuparse. Quería estallar de alegría, pero la mañana parecía congelada en el tiempo, quiso que todos despertaran y compartan su extraña felicidad.
Al llegar a casa, encontró a sus siete hijos, a sus nueras y yernos, a sus nietos mayores, todos juntos y todos con los ojos invadidos por las lágrimas. Inmediatamente comprendió lo que había pasado. No dijo nada, ni quiso oír nada; se dirigió al cuarto de doña Rosita quien había fallecido esa mañana fría de invierno. Don Diego contempló, con resignación, el rostro blanquecino de su esposa y empezó a rezar.
FIN
Manuel Urbina
prolector@hotmail.com
viernes, 27 de junio de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario