jueves, 10 de enero de 2008

LOS PERROS DE LA CALLE


Dos perros vagabundos se encontraron en un mercado y mientras iban olisqueando los paquetes de basura que los comerciantes habían dejado, conversaban. El perro más joven, que había visto a un hombre golpear a su hijito, le dijo:

- No sé por qué los humanos tienen actitudes tan opuestas, a veces son tan buenos que entregan su vida en nombre de la ciencia, de su patria, del amor; pero a veces actúan de la manera más cruel que no les importa el inmenso dolor que les pueden causar a sus semejantes.

-Tienes razón –le contestó el otro perro que era viejo- hace muchos años tuve un amo llamado Tato, era profesor de una universidad y al mismo tiempo pertenecía al cuerpo de bomberos voluntarios. Sus alumnos lo respetaban y lo querían bastante. Lo sé porque cuando era el Día del Maestro recibía cientos de llamadas; otros le traían libros, revistas, chocolates, cuadros, perfumes…, era un día de muchas visitas.

El perro joven que había estado escuchando atentamente interrumpió:

-Pero decías que tu antiguo amo, además, era bombero…

-Sí –respondió el perro viejo- y era uno de los más valientes. Cuando lo llamaban dejaba todo y acudía inmediatamente. En una ocasión, hubo un incendio descomunal y cómo había dos niños atrapados en el segundo piso fue a rescatarlos, a pesar de que la orden del superior era retroceder ante la amenaza de una fuerte explosión. Mi amo cubrió con su chaqueta antifuego a los dos niños y los sacó aunque él resultó con grandes quemaduras en la espalda. Yo estuve al pie de su cama todo el tiempo que duró su convalecencia.

El perro joven parecía esos niños que atentos disfrutan de las historias que les cuentan sus padres o sus abuelos. Levantó su peluda cabeza y dijo:

- Pero no me vayas a decir que este hombre tan bueno pudo hacer algo malo… no lo podría creer…

- Es cierto, parece imposible, pero es verdad –dijo el perro viejo- un día, la hija de mi amo llegó a casa muy asustada y temblando de miedo. En sus ojos negros se reflejaba el pánico y la incertidumbre por lo que le había ocurrido. Después de calmarse, contó que a una cuadra de la casa, un pandillero la había agarrado por el cuello y otros cuatro le habían tocado sus partes íntimas. Mientras gritaban como locos ella intentaba defenderse hasta que uno de esos desadaptados le tiró un puñete a la altura de la oreja izquierda que la dejó casi inconsciente.

Mi amo, furioso y obnubilado encendió su antiguo Toyota del 84 y arrancó por donde se habían corrido estos facinerosos; a los pocos minutos los encontró. Los muchachos, con la conciencia sucia por lo que habían hecho, corrieron por diferentes lugares. Mi amo solo tenía la opción de atrapar a uno y fue tras él. Su agilidad y fuerza le hicieron fácil atrapar a uno de ellos. Cogiéndolo por el cuello lo llevó hasta su carro y sin decir una sola palabra cogió una cuerda; le amarró las manos y las piernas al muchacho en un solo nudo. Destapó una botella de plástico en donde llevaba gasolina y, ante la mirada aterrada del joven pandillero, le roció el combustible por todo el cuerpo que se impregnó rápidamente en esa ropa abundante de invierno.

Los curiosos, sorprendidos, miraban desde sus ventanas y adivinando lo que iba a ocurrir, esperaban que termine quizá el justo castigo para estos chicos que a su paso van haciendo mucho daño a las personas más débiles e indefensas.

Encendió, con mucha habilidad, un palito de fósforo y sin detenerse siquiera una milésima de segundo lo arrojó al joven de mirada desorbitada. La noche se iluminó resignada y un grito tan aterrador, como esos que salen del alma, se fue apagando al mismo tiempo que los curiosos empezaban a sentir lástima por aquel jovencito carbonizado. Cuando llegaron los heroicos bomberos nada se pudo hacer; la policía, con toda tranquilidad, detuvo a mi amo.

Te das cuenta qué irónica es la vida; él, que luchó contra el fuego ahora lo aceptaba como su mejor aliado. Lo condenaron a diez años de prisión por homicidio agravado y sé que él no pidió clemencia porque era consciente de lo que había hecho.

-Y cuánto tiempo le falta para salir-dijo el perro joven, angustiado.

- Faltan dos años para que salga con libertad condicional y no sabes cuánto daría por estar todavía vivo para verlo –dijo el perro viejo con una enorme tristeza.

El perro joven sintió como suyas estas últimas palabras porque recordó su propia historia y haciendo un esfuerzo dijo:

-Y tú por qué no te quedaste en la casa con la señora y su hija…

- Cuando mi amo fue llevado a la cárcel, ellas se fueron a vivir a la casa de sus parientes; a mí me regalaron a una familia muy ocupada y en la primera oportunidad que tuve me escapé… y ya me ves… -respondió el perro viejo como despertando de un mal sueño.

El perro joven lamentó haber iniciado esta conversación porque ambos se sintieron tristes y ya no tenían ganas de seguir buscando comida entre las bolsas. Continuaron su camino, ahora como viejos amigos, sin decir palabra alguna.


Manuel Urbina

prolector@hotmail.com

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