viernes, 7 de diciembre de 2007

KASPI, EL GUERRERO VALIENTE

Kaspi era un valiente soldado del ejército de los Incas. Había luchado, desde que era un jovenzuelo, a lado del gran Inca Huayna Cápac. Su lealtad y valentía le habían permitido ganarse el cariño y la confianza de su Señor. Por esta razón, cuando Huayna Cápac debía tomar decisiones importantes, lo llamaba para escuchar su opinión. Sus propios méritos hicieron que Kaspi fuera ascendido al grado de General de los Ejércitos del Cuzco y Protector de la Familia del Inca.

Como no todo puede ser felicidad en la vida, una mañana, Suri, la hija más pequeña de Huayna Cápac, despertó con tanta fiebre que deliraba en su aposento real. Los curanderos del Palacio Imperial, le hicieron beber el jugo rojizo de unas plantas y le cubrieron su cuerpecito, que quemaba como piedras calentadas por el Sol, con unas enormes hojas verdes que iban siendo cambiadas de rato en rato.

El Inca Huayna Cápac permanecía triste y preocupado, junto al lecho de su pequeña hija y esperaba que se recupere. Sin embargo, pasaron dos días y la pequeña Suri no daba signos de recuperación, por el contrario, su rostro se veía mortalmente pálido. El Inca desesperado reunió a todos los curanderos y los amenazó con cortarles las cabezas si moría la pequeña princesita.

Como última salida, los curanderos decidieron llamar a Chumbi, un anciano adivino que vivía en una cueva del cerro Kallana. Sin hacerse esperar, Chumbi acudió al llamado y enterado de todo fue a ver a la pequeña Suri que agonizaba en su lecho. Chumbi sacó de una bolsa multicolor, que le colgaba al hombro, un puñado de hojas de coca y acercándolas al rostro pálido de la niña pronunció en silencio unas palabras extrañas. Luego, las sopló lentamente hasta que no le quedo una sola en la mano. Todas las hojas habían caído, extrañamente, a los pies del valiente y leal Kaspi. El adivino interpretó este hecho y habló:

- Las hojas sagradas de coca me dicen que esta niña ha sido ojeada por un espíritu maligno que entró al palacio, hace tres noches, y solo se salvará si alguien puede vencerlo. Y las hojas sagradas te señalan a ti, valiente Kaspi como el único que puede derrotarlo.

Kaspi, que escuchaba atentamente las palabras del adivino, intervino:

- Dime pronto, venerable anciano, hacia donde debo ir para encontrar y luchar contra el espíritu maligno; mi deseo más grande es salvar a esta inocente criatura.

El adivino cogió otro puñado de coca y lo arrojó sobre la cabecera de la cama de la niña y señaló

- A este espíritu maligno lo podrás ver a la medianoche en uno de los andenes del cerro Salkanto, si Él te ve primero morirás con los ojos desorbitados y botando espuma blanca por la boca. Solo podrás atraparlo si usas una cuerda de lana de vicuña negra, no lo olvides.

Faltaban cuatro horas para la medianoche y los andenes del cerro Salkanto estaban a menos de dos horas de camino. Kaspi no le temía a la muerte y más aún si moría por defender a la familia del Inca; cogió una larga cuerda de lana de vicuña y la guardó en una bolsa que llevaba. Se puso un poncho rojo y un chullo grande que le cubría casi todo su rostro y se dirigió al cerro Salkanto.

La Luna apenas asomaba en la oscuridad de la noche; el canto agudo y monótono de los grillos se dejaba escuchar a lo largo del camino. Hacía mucho frío, pero Kaspi parecía no sentirlo. Fue recorriendo todos los andenes hasta que llegó al último; sacó la cuerda que llevaba y, con mucho cuidado, hizo un nudo corredizo y fue haciendo un círculo con la soga, luego lo cubrió con hojas secas para que no se notara cuando la luz de la Luna llegase hasta allí. Empuñó un extremo de la cuerda, luego se sentó sobre la hierba fría y se puso a esperar la llegada del espíritu maligno. Ahora la Luna se veía más grande e iluminaba una parte del cerro. Kaspi protegido por la oscuridad de su lado, se confundía con las sombras de la noche.

El aire jugueteaba entre los andenes de trigo moviendo caprichosamente sus espigas; el viento silbaba estrellándose contra los bloques de piedras. En ese momento, rodeado de una neblina apareció el Espíritu Maligno. Al verlo, Kaspi sintió un frío intenso que le llegaba hasta el alma, sin embargo, su valentía le hizo recobrar las fuerzas y el ánimo.

El Espíritu Maligno iba avanzando lentamente por los andenes; Kaspi, empuñó la cuerda y esperaba que pase este espíritu por su lado para atraparlo. El ser misterioso iba recorriendo, sin prisa, todos los andenes como si fuese una tarea que se le había asignado. Llegó al último andén y al pasar por donde estaba Kaspi, éste jaló la cuerda con todas sus fuerzas y capturó al espíritu que al verse atrapado se transformó en un anciano, debilucho e indefenso.

La sorpresa fue mayor para kaspi porque nunca hubiera pensado que este ser fantasmal ahora se mostrase débil y temeroso.

- Suéltame, por favor, hombre de la noche –dijo el espíritu maligno- yo no te he hecho ningún daño, además, es la primera vez que alguien me ve primero y eso me deja indefenso como un niño que recién empieza a caminar. Pídeme lo que quieras y te lo concederé con tal que me dejes libre.

Kaspi lo tenía fuertemente sujetado, pero ante las suplicantes palabras de la criatura, lo fue soltando de a poco, pero no del todo. Como buen soldado, kaspi sabía que no se podía confiar en el enemigo y le habló con firmeza:

-Soy Kaspi, que en nuestra lengua significa palo para golpear, y estoy aquí porque hace tres noches ojeaste a la pequeña Suri, la hija adorada del Inca. Ella agoniza en su lecho por tu culpa y si no la salvas ahora, haré honor a mi nombre y te golpearé día y noche hasta acabar contigo.

- No, por piedad, no me golpees –contestó aterrado la criatura y sacándose los ojos como si fueran dos lunas pequeñas, se los entregó a Kaspi y le dijo:

-Debes colocar mis ojos en una bolsa oscura y colocarlos sobre el pecho de la ñiña y verás cómo se recupera inmediatamente, luego arrojarás la bolsa a las aguas del río Pujllana que me los devolverá y te prometo que nunca más caminaré por el palacio real.

Kaspi liberó al Espíritu Maligno y se dirigió al palacio del Inca donde todos aguardaban su llegada. Colocó los ojos en una bolsa negra y la puso sobre el pecho de Suri.

Increíblemente, su rostro pálido se volvió del color de la miel, sus ojos sin vida se iluminaron con un brillo intenso, sus labios secos se humedecieron como el pasto de la mañana. El Inca, que lloraba de alegría, abrazó a su hija y la llenó de besos.

Kaspi fue recompensado con cien vicuñas negras y estuvo al servicio del Inca hasta el día de su muerte.


Manuel Urbina

prolector@hotmail.com

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